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Una reflexión sobre el tatuaje actual

Hoy el asunto que nos ocupa son las diferentes formas de protesta a través del cuerpo invocando al tatuaje como principal protagonista, obviamente la cuestión poco tiene que ver con los temas políticos tan demandados estos días, pero si analizamos el tema en profundidad bien podría considerarse como tal.

Este elemento indeleble que trasciende lo estético y decorativo constituye en sí un elemento de múltiples significados e interpretaciones que compromete, altera e implica a la propia individualidad. Aunque desde el punto de vista etimológico el término deriva de una palabra polinésica importada por los exploradores del siglo XVIII, no debemos confundirnos, el tatuaje siempre ha existido, eso sí con significados muy alejados al dado por las culturas del Pacífico, por ello aunque se trata de una práctica inmemorial la popularización del tatuaje moderno o mejor dicho el redescubrimiento del tatuaje es un tema históricamente muy cercano. Tan cercano que el revival actual de la decoración corporal primitiva puede decirse que comenzó allá por la década de los 80 en las comunidades alternativas de San Francisco, California, siendo su razón de ser la ruptura de las normas y convenciones establecidas. Este hito inició una moda no sólo en forma de grabación de imágenes en la piel, sino con otra suerte de formas y expresiones antisistema como los piercing, las dilataciones, las escarificaciones e incluso las mutilaciones.

Como otras corrientes, éstas han irrumpido en nuestro país con bastante demora y coinciden con otras preocupaciones o respuestas contemporáneas relacionadas con temas tan diferentes como el running, las dietas, la vigorexia, la cirugía estética u otros asuntos que cabalgan entre la afición, el narcisismo y la patología. Asuntos todos ellos aparentemente dispares, pero convergentes en cuanto a la forma en cómo afectan a la propia identidad a través del cuerpo, y como nuestra sociedad, o mejor dicho nuestra visión occidental, desdibuja y trastoca nuestra personalidad hasta el punto que el cuerpo se trasforma en plataforma de identidad o instrumento de reivindicación.

Para mayor gozo de los centros de estética, clínicas y gimnasios, el esperado verano da inicio a esas curiosas costumbres, origen o consecuencia de ciertos usos de nuestra cultura, me refiero al bronceado, las dietas, la depilación y también, desde hace ya bastantes años, de los tatuajes. No olvidemos que durante el periodo estival son más demandados en virtud de su inminente lucimiento.

Recuerdo que hace ya más de dos décadas, visitando algunos países del norte de Europa, me llamó la atención la gran profusión de personas tatuadas, pero no crean que eran sujetos extravagantes o marginales, como ocurría por aquel entonces en nuestro país (el tatuaje era sinónimo de marinería, ejército, ambientes carcelarios o propio de algunos elementos subversivos difícilmente clasificables); muy al contrario, eran ciudadanos de los más variopintos estratos sociales, que secundaban esa práctica sin complejos ni sobresaltos. Con el devenir de los años fui comprobando como esta y otras costumbres de aquellas naciones “culturalmente destacadas“ fue arraigando en nuestro país, haciéndolo de una forma tan gradual que sin darnos cuenta el tatuaje se convirtió en algo cotidiano. Hoy en día casi nadie se libra de portar alguno, siendo toda ocasión apropiada para justificar la incorporación de algún motivo: nombre de un hijo, madre, pareja, dibujo en boga, símbolo político, tema religioso, escatológico, satánico… o lo que la imaginación permita.

¿Pero qué sentido tiene el tatuaje actual? A mi juicio el tatuaje, al contrario que el piercing (que sigue causando estupor, sobre todo a los más mayores), ha perdido gran parte de ese papel de protesta, y salvo aquellos que por su temática o sobre todo por su localización corporal constituyen una transgresión, creo que el tatuaje, se ha alejando de esa visión antisistema ochentera asimilándose culturalmente como si se tratara de una moda más. Lo mismo ocurrió en su día con los jeans, sacar la camisa por fuera del pantalón, vestir una kufiyya o pañuelo palestino o esa última moda juvenil de enseñar el trasero por llevar varias tallas de más… iconos todos ellos de protesta o rebeldía, hoy absorbidos a nuestra cultura y despojados de su significado como consecuencia del abuso, el hastío o la familiaridad.

Me temo que el tema de utilizar el cuerpo como escaparate de polémica se ha popularizado y mercantilizado tanto que el verdadero trasgresor de este verano será el que luzca sus carnes peludas, libres de objetos punzantes, dibujos u otros artilugios deformantes; es decir: tal como su madre lo echó al mundo.

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