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¿Por qué algunas personas son más sensibles al dolor que otras?


Cualquiera que alcanzase la mayoría de edad en la década de los noventa recordará el episodio de Friends en el que Phoebe y Rachel deciden hacerse unos tatuajes. Alerta, espóiler: Rachel se tatúa, pero Phoebe acaba con un punto de tinta negra en su piel porque no podía soportar el dolor. El dolor es el síntoma más común cuando se acude al médico. En circunstancias normales, el dolor alerta de la existencia de una lesión, y la respuesta natural es protegernos a nosotros mismos hasta que nos hemos recuperado y el malestar remite. Desafortunadamente, las personas difieren no solo en su habilidad para detectar, tolerar y responder al dolor, sino que también cambia la forma en que lo sienten y en cómo responden a los diferentes tratamientos. Esto dificulta enormemente saber cómo tratar de manera efectiva a cada paciente. Pero, ¿por qué el dolor no lo sufre de igual manera todo el mundo? Las diferencias individuales en lo relativo a la percepción de salud a menudo son la consecuencia de un cúmulo de complejas interacciones en las que intervienen agentes psicosociales, ambientales y genéticos. Aunque el dolor no pueda ser reconocido como una enfermedad al uso, como lo son las afecciones cardíacas o la diabetes, está causado por la misma asociación de factores. Las experiencias dolorosas que vivimos a lo largo de nuestra vida están influidas por un conjunto de genes que nos hacen más o menos sensibles al dolor, pero nuestro estado físico y psicológico, las experiencias previas (especialmente las traumáticas y dolorosas) y el entorno en el que nos encontramos pueden modular nuestras respuestas. Si conseguimos entender mejor qué es lo que hace que las personas sean más o menos sensibles al dolor, estaremos mucho más cerca de reducir el sufrimiento mediante el desarrollo de tratamientos personalizados dirigidos a paliarlo a la vez que minimizamos los riesgos de mal uso, tolerancia y abuso de los tratamientos actuales. En última instancia, nos permitiría saber si una persona va a sentir más dolor y, por tanto, si va necesitar más analgésicos, lo que supondría un control más efectivo del daño y haría que el paciente se encontrase más cómodo y tuviera una recuperación más rápida. Si comprendemos correctamente la contribución genética a la sensibilidad al dolor, a la susceptibilidad a experimentar malestar crónico e incluso a la respuesta analgésica, podremos diseñar tratamientos que apunten a las razones del dolor y no solo a su localización. Ahora que estamos empezando a planear estrategias precisas de control del dolor, debemos tener claro que los beneficios para la humanidad aumentarán a medida que sepamos más acerca de por qué la percepción del dolor es distinta en cada persona.

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